¿Placer o realidad?
Qué le enseñamos a los niños sobre libertad?
Reflexiono constantemente sobre el significado de la palabra últimamente. Creo que se abusa de ella cuando no se ve contradicción entre imponer un sistema democrático en otro país y justificarlo en aras de la libertad, o cuando se firman tratados de libre comercio que arruinan la agricultura de uno de los participantes en el tratado, o cuando el mercado “libre” permite que se vendan en las tiendas productos que atentan contra la salud. Me pregunto si soy yo la que está equivocada en mi propia concepción de lo que la libertad significa, pero no puedo entender que la libertad se asocie con acciones que vayan en detrimento de otros o de uno mismo.
¿Tiene un niño “libertad” para decirle !No! a productos dañinos si no ha recibido suficiente información sobre las consecuencias de consumir ciertos productos sin valor nutricional, pero llenos de químicos, grasas, colorantes y calorías?
Por ejemplo, cuando indago por las causas de esta epidemia de obesidad que afecta a casi el 70 por ciento de los residentes de los Estados Unidos, me doy cuenta que el principal “educador” en materia de nutrición es la publicidad: los comerciales de las compañías que venden alimentos, pues tienen “libertad” para anunciar sus productos y presentarlos de manera que seduzcan al consumidor.
“A los niños hay que darles gusto de vez en cuando”, me dicen los padres, y yo respondo, ¿cuál es la diferencia entre dejarles beber gaseosas, perjudiciales para la salud hoy, perros calientes, comidas llenas de grasa, y permitirles consumir estimulantes o drogas adictivas mañana? En ambos casos se trata del derecho al placer. El criterio es el mismo, un poquito de placer que cause daño está bien…¿Está bien?
La publicidad tiene como blanco en especial a los niños. Es común denominador que las comidas menos nutritivas y más llenas de productos químicos se vendan gracias a la publicidad más enganchadora, diseñada para seducir a los pequeños.
Es por la publicidad también que se pusieron de moda los enviciadores videojuegos, los mismos que los psicólogos encuentran sospechosamente cercanos a los simuladores con que se entrena a los soldados a matar. No puede sorprendernos entonces que los niños asesinos como los de Arkansas, Columbine, y recientemente el de la secundaria Oxford, en Michigan, hayan practicado antes de sus tiroteos con videojuegos.
El famoso psicoanalista Sigmund Freud decía que nuestras vidas estaban regidas en lo fundamental por dos fuerzas antagónicas: el principio del placer y el principio de la realidad. Si la fuerza que predomina es el principio del placer, este puede conducir a la autodestrucción, y la historia parece haber probado que estaba en lo correcto. El imperio romano, por ejemplo, sucumbió por culpa de la decadencia de sus gentes que ya no pensaban sino en la abundancia y el placer. En cambio, si predomina el principio de realidad, podremos derivar placer de actividades constructivas, un placer quizás menos intenso pero mucho más duradero.
La libertad no consiste en hacer lo que nos da la gana porque en ese caso seríamos esclavos de la gana. La libertad consiste en tener verdadera conciencia de nuestras necesidades y de las opciones que tenemos para suplir esas necesidades. Es cuando elegimos, no cuando nos dejamos influir por la moda, la publicidad o los amigos, que estamos en pleno ejercicio de la libertad.
La sociedad de consumo pone a los padres en muchos aprietos. Es difícil decir no a los pequeños cuando nos piden de regalo ese juguete o videojuego que “todos” los amiguitos recibirán como regalo en navidad. No queremos ver a nuestros hijos en desventaja, pero asumir la dosis de frustración que la vida normalmente ofrece, los hace más fuertes.
Una amiga me comentaba todas las precauciones que había tomado para evitar que su hijo cayera en las adicciones de los videos, el computador y la televisión, y cómo había estimulado la afición del niño a la lectura, enseñándolo también a comer saludablemente. Ahora que su hijo está terminando escuela media, es, según las palabras preocupadas de mi amiga, “un niño raro”. Claro, se sale del montón y eso interfiere con su socialización. Le advertí que iba a ser peor cuando fuera mayorcito, porque empiezan a entrar en juego las drogas, el alcohol y el sexo en el panorama y ella lo único que podrá hacer es confiar en que le ha enseñado a su hijo a hacer elecciones no destructivas y a resistir la presión de grupo. Con suerte, encontrará otros jóvenes como él que lo acompañen en sus sanas decisiones.
Pienso que en casos como el de la obesidad y el consumo de sustancias dañinas (comida chatarra, alcohol y drogas) no se puede hablar de libertad. Un niño de 7 años no tiene por qué saber cuáles son las consecuencias a largo plazo del consumo diario de grasas trans o de azúcar o de colorantes en los snacks que come en la escuela. A su edad no ha formado aún un sentido del futuro, las consecuencias a largo plazo de las decisiones de hoy o la mortalidad; no existen suficientes razones para sustentar sus decisiones porque vive en un mundo dominado por la tendencia al placer. A los 15 años, un joven tampoco puede medir a cabalidad la consecuencia de beber y conducir e incluso un adulto de 40 años, por tener un momento de placer, puede descartar el riesgo de acabar un matrimonio de quince años o de adquirir enfermedades de contagio sexual. ¿Podemos entonces hablar de libertad cuando se trata de conductas autodestructivas?
Así como se regulan estrictamente las profesiones, los linderos y los derechos de propiedad, podrían regularse las actividades que perjudican la salud física o mental. Pero, ¡mucho mejor que regular, es educar!